Por: Daniel Mateo Velásquez Ramírez.

El 11 de julio de 2025 fue promulgada la Ley 2476 de 2025, conocida como Ley de Ciudades Verdes. Este avance normativo, representa una de las transformaciones más significativas del régimen de contratación estatal en décadas, al redefinir el alcance y la finalidad de los proyectos de desarrollo urbano. Su impacto trasciende la mera adición de requisitos ambientales; la norma modifica principios estructurales de la contratación pública, como el de planeación, al exigir que la viabilidad del proyecto se sustente no solo en estudios técnicos y financieros tradicionales, sino en un análisis riguroso de su sostenibilidad e impacto ecosistémico. Con ello, la sostenibilidad deja de ser un criterio de ponderación o una política pública deseable para convertirse en un componente jurídico vinculante del objeto contractual, cuya inobservancia puede comprometer la validez y eficacia del negocio jurídico desde su misma concepción. Esta ley se enmarca, además, en una tendencia global de fortalecimiento de la regulación ambiental y climática, respondiendo a compromisos internacionales y a una creciente ola de litigio climático que presiona a los Estados a materializar sus políticas ambientales. Para las entidades y contratistas, esto impone la necesidad de adoptar un enfoque proactivo en la gestión legal y técnica de los proyectos, asegurando que cada fase del ciclo contractual esté alineada con los nuevos mandatos.

El efecto más inmediato de la ley se observa en la etapa precontractual, donde se complejiza la estructuración de los procesos de selección. La obligación de incorporar en los pliegos de condiciones exigencias como la realización de diagnósticos de biodiversidad, la integración de infraestructura verde y azul o la implementación de sistemas de monitoreo ambiental, requiere de una capacidad técnica interdisciplinaria que muchas entidades territoriales no poseen. Un diagnóstico de biodiversidad, por ejemplo, ya no es un simple anexo, sino un estudio de base que determina la factibilidad y el diseño del proyecto, lo que implica la participación de biólogos y ecólogos en fases muy tempranas de la estructuración. Esta brecha de conocimiento constituye un riesgo crítico, pues puede conducir a la formulación de requisitos ambiguos o desproporcionados, viciando el proceso de selección y generando una alta exposición a litigios futuros. Es fundamental que estos nuevos requisitos se traduzcan en factores de evaluación objetivos y verificables en los pliegos, para no vulnerar los principios de transparencia e igualdad de oportunidades de los oferentes. Para los contratistas, el desafío es doble: por un lado, deben contar con la capacidad técnica para ejecutar estas nuevas obligaciones y, por otro, deben poder valorar y cuantificar adecuadamente los costos y riesgos asociados en sus ofertas, en un mercado donde los estándares y las tecnologías limpias aún están en desarrollo.

La fase de ejecución contractual también se ve profundamente alterada. Los esquemas tradicionales de supervisión e interventoría resultan insuficientes para verificar el cumplimiento de las nuevas obligaciones. La labor del interventor ya no podrá limitarse a la revisión de avances de obra y al control financiero, sino que deberá extenderse a la validación de indicadores de desempeño ambiental, como la tasa de supervivencia de especies vegetales en una cubierta verde o la calidad del agua en un sistema de drenaje sostenible. Esto requerirá que los equipos de interventoría integren perfiles profesionales especializados, con el consecuente impacto en sus costos y estructura operativa. Asimismo, surgen nuevos desafíos en materia de garantías contractuales. Las pólizas de cumplimiento tradicionales no suelen cubrir el rendimiento a largo plazo de soluciones basadas en la naturaleza. Esto abre un debate sobre la necesidad de desarrollar nuevos instrumentos de aseguramiento o garantías de rendimiento extendidas que cubran el ciclo de vida de la infraestructura verde, protegiendo la inversión pública a largo plazo. Inevitablemente, este nuevo nivel de complejidad técnica y ambiental aumentará la probabilidad de controversias sobre el equilibrio económico del contrato, con reclamaciones derivadas de condiciones ecosistémicas imprevistas o de la dificultad para cumplir con los estándares de desempeño pactados.

Desde la perspectiva de la responsabilidad y la gestión de riesgos legales, la Ley 2476 de 2025 abre múltiples frentes. En el ámbito del control fiscal y disciplinario, los órganos de control como la Contraloría General y la Procuraduría General contarán con un nuevo marco normativo para auditar la gestión de los ordenadores del gasto. El incumplimiento de los mandatos de la ley podría ser interpretado no solo como una omisión de deberes legales, constitutiva de falta disciplinaria grave, sino también como una gestión antieconómica de los recursos públicos que dé lugar a hallazgos con incidencia fiscal. Adicionalmente, se fortalece el rol de la ciudadanía como veedora de los proyectos, habilitando el uso de acciones constitucionales, como las acciones populares, para exigir el cumplimiento de los mandatos de participación y protección ambiental. Esto crea un nuevo escenario de conflictividad socioambiental que deberá ser gestionado preventivamente mediante un diálogo transparente y una estructuración de proyectos que legitime las intervenciones desde una perspectiva social y ecológica. La falta de una participación ciudadana efectiva, por ejemplo, podría convertirse en un vicio de procedimiento que ponga en jaque la legalidad de la adjudicación.

En consecuencia, el rol de la asesoría legal en materia de contratación estatal evoluciona hacia un enfoque de mayor integración estratégica. La labor del abogado ya no se limita a garantizar la observancia de los procedimientos formales, sino que se extiende a la coordinación de equipos técnicos para asegurar que las variables ambientales se traduzcan correctamente en obligaciones contractuales claras, medibles y ejecutables. La mitigación de riesgos exige una intervención desde las fases más tempranas del proyecto, validando la coherencia entre la nueva ley, los instrumentos de ordenamiento territorial y las licencias ambientales preexistentes para evitar antinomias normativas. En definitiva, el éxito en la implementación de la Ley 2476 dependerá de la capacidad de los actores públicos y privados para transformar estos complejos requisitos normativos en contratos bien estructurados que ofrezcan seguridad jurídica y generen valor público a largo plazo. Aquellas entidades y contratistas que logren desarrollar e integrar estas capacidades no solo cumplirán con la ley, sino que obtendrán una ventaja competitiva decisiva en el futuro de la contratación pública en Colombia.

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